miércoles, 14 de febrero de 2018

Antonio Alonso Martínez, mi maestro.




Educar con el ejemplo no es una manera de educar, es la única.

¿Cómo ve la muerte ahora que está más cerca de ella? Fue la pregunta que le hice cuando lo visité en la casa-asilo “Dragonetti” de los Padres Escolapios en Medellín, en noviembre pasado. La hice con la confianza y el respeto de muchos años de conocernos. Y me respondió que cada día se siente más él mismo, que es más Antonio. Me dijo que está consciente que su cuerpo se deteriora y que tiene fallos, que al fin y al cabo es una máquina, pero que continuamente vive hacia su interior y que sólo espera el día que su cuerpo lo libere.
     Efectivamente estaba más delgado, llevaba puesto en su nariz un respirador que le suministraba oxígeno todo el día. Desde hace varios años tenía problemas con sus pulmones por fumar desde muy joven. Estaba lúcido, calmado y en paz. Luego he pensado que esa debe ser la “sabiduría” de la que habló el psicólogo Erik Erikson; esa extraña virtud que surge cuando se logra “integrar el yo”, es decir, cuando al final se abraza la vida como fue, con sus aciertos y errores.
     Me despedí de él con un gran abrazo, de discípulo, de alumno, de hijo, de amigo, pues sabíamos que no nos volveríamos a ver, al menos físicamente, porque por alguna extraña razón siempre he estado conectado con él. Posiblemente esa es la verdadera conexión con las personas que queremos, aunque no las vemos físicamente, las sentimos y pensamos.
     Lo conocí en 1996. Un día llegó al Colegio Calasanz de Cañar. Me impresionó su sencillez. Luego, cuando ingresé para estudiar con los padres escolapios para religioso, él era el superior de la casa de formación en San Sebastián, mi primer barrio en Cuenca. Fue mi formador en la etapa del “aspirantado”, nombre que se usa para los que ingresan a la vida religiosa.
     Le gustaba fumar y tomar café sin azúcar. Vivió muy modestamente, practicamente usaba la misma chompa y pantalón toda la semana; la misma ropa durante años. Exigía que los religiosos sean pobres, que definía como “aprender a vivir con lo necesario”. En su niñez, luego de la guerra civil española, la pasó duro. Supo lo que es el hambre, el frío, el tener carencias. Posiblemente esa vida dura de niño lo disciplinó. Fue de esa generación de religiosos españoles fuertes y trabajadores que habían venido a Latinoamérica. Le gustaba Ecuador, sobre todo Saraguro y Cuenca. Se nacionalizó ecuatoriano. Hace unos años, por obediencia lo llevaron a Colombia. Le costó irse, luego de toda una vida en Ecuador.
     Ayudó a mucha gente. Cada persona que lo conoció tendrá mucho que contar. Personalmente fue mi maestro, de esos que tocan la vida. Puedo decir que fue un padre, pues me acogió y empujó, en esa etapa de la vida en la que yo salía de la adolescencia y entraba en la juventud. Creyó en mí, que es algo que los buenos maestros hacen, y eso fue suficiente. Posiblemente, en una etapa de mi vida quise ser religioso porque me impresionaron persona como Antonio y otros religiosos, de esos, que sin mucho ruido construyen un mundo mejor.
     Hoy, al enterarme de su muerte, he llorado. Muchos recuerdos han pasado por mi mente que he intentado condensar en este pequeño escrito. 

¡Descansa en paz, querido maestro! ¡Hasta siempre!

Ciudad de México, 13 de febrero de 2018.

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NOTA. En el siguiente enlace hay una reseña de su vida escrita en una revista de los escolapios: https://www.escolapios21.org/wp-content/uploads/2020/07/Ephemerides_2020-ANTONIO-ALONSO.pdf

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