jueves, 30 de abril de 2020

Última carta a papá

Claudio López Calle




Era tu último año de primaria y te preparabas para entrar en la adolescencia. El abuelo Tomás Ezequiel consideró que ya que habías crecido y eras más útil trabajando en el campo, y allá te envió a cuidar la propiedad y el ganado, pero debías venir todos los días a trabajar con él. Y así, caminabas más de una hora en la mañana y en la tarde.

Ya adolescente, en Azogues, a donde ibas algunos sábados a vender las cosechas, pero viajabas el viernes tarde para dormir en los cuartos que los franciscanos prestaban a la gente, un día conociste a mi madre dentro de la iglesia "Reina de la Nube". Arrodillado rezabas a las cinco de la mañana, de pronto llegaron mis abuelos con su hija y se arrodillaron a rezar junto a ti, de reojo miraste a la niña de los cachetes colorados y te impactó. Muchos años después la volviste a ver un domingo en Cañar, y desde entonces seguiste sus pasos hasta averiguar sobre su familia y dónde vivía. Y así en tus caminatas de ida y vuelta a la propiedad del abuelo te empezaste a desviar del camino principal para espiar a mi madre desde el Yanahurco, la lomita arriba de la casa de mis abuelos maternos.

Por ventaja te pudiste casar con Martina, porque mi abuela Clotilde ya había decidido con quién debía hacerlo, así eran esos tiempos. Trabajaste duro el campo y gracias a eso lograste tener tus propias tierras, que luego las vendiste para comprar la casa en Cañar, pensando en educar mejor a tus hijos. De ese enigmático encuentro nacimos cinco hijos, lamentablemente una murió a los pocos días de nacida y mi otra hermana hace unos años. Yo fui el tercero y el primer varón.

Después de unos años, pensando en tener días mejores para la familia, migraste a EE-UU, tenías 34 años. Un martes de carnaval de 1985, entraste de madrugada al cuarto, me despertaste, me dijiste que te ibas y algunas otras cosas que en ese momento no entendí, me abrazaste con fuerza y te fuiste. Debiste despedirte también de mis hermanos y mi madre. Imagino el dolor que tenías de alejarte de nosotros, no debió ser fácil. "Sólo voy por unos años", habías dicho, como dicen la mayoría de migrantes, pero fue un viaje de toda la vida.

Viajaste a Guayaquil y desde allí a Ciudad de México, luego otro vuelo más a Tijuana desde donde cruzaste la frontera; aunque te agarraron la primera vez y te deportaron a Tijuana, lo lograste a la segunda. A los pocos años regresaste gracias a un permiso de trabajo conseguido de pura suerte y terquedad, un lujo para un migrante. Luego con la residencia venías cada cierto tiempo. En tus primeros viajes tenías dentro de tus bolsillos unos paquetes grandes de dólares que sacabas para regalar a las visitas, sobre todo a los niños; todos eran felices con los billetes verdes. Fuiste el hombre exitoso que había llegado a EEUU y que tenía residencia, y a donde la mayoría queríamos ir de grandes, al que la gente y la familia admiraba y venían a visitar como personaje famoso, aunque con los años lo hacían cada vez menos, pues ya no eras el único que había migrado, miles lo hicieron años después, en los noventa e inicios de este siglo.

Pero la fama no duró. A finales de los noventa quebramos económicamente, todos los ahorros quedaron aniquilados, se beneficiaron algunos chulqueros y abogados ladrones, aquellos seres que parecen normales pero que en vez de corazón tienen una piedra. Regresamos a como habíamos empezado. Te vi llorar como niño y no podíamos hacer nada. Nunca te recuperaste  totalmente de eso, por dentro quedó el maldito sabor del fracaso, que con los años lograste aplacar. Creo que posiblemente por eso nunca te di molestias, ya suficiente habías tenido.

Cuando quebramos, para pagar las deudas vendiste todo lo que tenías menos la casita vieja. Me dijiste que pagarías todo por cuidar la reputación de la familia, no querías que la gente del pueblo chico e infierno grande hablase mal de la familia, y peor de tus hijos, y así te arruinaste económicamente. Pero tu ejemplo nos quedó marcado, bien dicen que lo que educa es el ejemplo y no las palabras.

A pesar de todo nunca te olvidaste de nosotros, siempre nos mantuviste económicamente. Sabiamente nunca nos diste mucho, siempre en la medida justa, más cerca de la carencia que de la abundancia, y eso fue bueno porque hoy valoramos lo que tenemos.

Aunque podías llevarnos por tener papeles, luego de un intento fallido preferiste no hacerlo; sólo te bastó el testimonio de un amigo que se arrepentía de haber llevado a sus hijos que se descarriaron. Aunque no nos dijiste nada, optaste por no llevarnos; y posiblemente eso fue bueno porque nos obligó a estudiar en Ecuador y a valernos por nosotros mismos.

Me gustaba tu risa, a pesar de los problemas solías reírte. Fuiste un fantástico contador de historias, de esas personas capaces de envolver al público, robarle su atención; lamentablemente ninguno heredó ese don. Aún recuerdo las historias que contabas a la familia o conocidos del cruce de la frontera, allí estábamos embelesados pensando en el muro de México, los coyotes, la "migra" y los gringos.

Fuiste el centro de unión de la familia López, a pesar de ser el menor de los hermanos. Luego de la separación con mi madre te pegaste más a tu familia, que te quiere un montón. Allá fuiste un padre para mis primos y un abuelo para sus hijos.

Siempre pensé que te llamabas Carlos Dositeo, todos te conocíamos así. Pero hace unos años en tu cédula sólo decía Dositeo; me comentaste que Carlos era el nombre de pila de tu Confirmación. Aunque Dositeo no me gustaba de niño, porque nos decían "guaguas doshos", últimamente me fue gustando cuando entendí su significado: Dositeo viene de "Dios y Zeus", Zeus el dios griego padre de todos los dioses y hombres. Un nombre único, imagino que los abuelos lo encontraron en el almanaque. Todos tus amigos te decían "Dosho" o "Dosho López" de cariño.

Ventajosamente pude convivir contigo un par de semanas a finales del 2018, nunca habíamos vivido tanto tiempo juntos, sólo los dos. Fueron dos semanas estupendas. Aunque conocí poco de New York porque ya habías planeado visitas a la familia, nos conocimos mucho. Me contaste prácticamente toda tu historia de vida, hablamos hasta la madrugada, como si nos debiéramos conversaciones. A los años me sentí como niño pequeño, hace mucho que no sentía aquella seguridad que dan los padres. Fue bueno para los dos. Al despedirnos te vi llorar, estabas orgulloso de lo que soy -aunque no te llego ni a las rodillas- y sentías pena de mi partida, desde entonces sabía que ese no era un lugar para tu vejez, y pensaba cómo hacer para que regreses.

Lastimosamente, luego de varias semanas de luchar por tu vida acabas de fallecer víctima de la pandemia actual. Ya descansas en paz. Tu lucha contra el coronavirus y tu muerte me agarraron en plena crisis espiritual de la mitad de mi vida. Ahora que andaba en mis reflexiones interiores sobre mis creencias religiosas, el dolor de tu agonía y tu muerte sólo han profundizado esa crisis. No obstante, ver a la familia rezar, pedir a Dios que te salve, sin ni siquiera poner en duda sus creencias, me han hecho más humano y sencillo.

¿Dónde estás ahora? No lo sé. Quiero creer en lo que los cristianos llaman cielo. Allí donde mis maestros, Antonio Alonso y Jesús Alonso, me explicaron convencidos, o lo que he leído de los grandes teólogos como Leonardo Boff o la psiquiatra Kübler Ross: un lugar precioso sin las ataduras del espacio y del tiempo, junto con todos los que nos antecedieron; la muerte sólo sería un nuevo nacimiento. Mi cabeza cuadrada y llena de lógica le cuesta creerlo, pero mi corazón deja abierta la puerta como pura posibilidad; si así fuese, espero que alguna vez nos volvamos a encontrar. Gracias por la vida que me diste que es lo más grandioso que podemos tener, y por tu ejemplo.

De niños la única manera de comunicarnos fueron las cartas, aunque me regañabas por mi letra, aprendí a redactarlas. Tú también nos escribiste muchas cartas, que con el tiempo andaban por toda la casa. Ésta, tristemente, es mi última carta, ha sido uno de los medios que he tenido para exorcizar mi dolor, un dolor que no tiene consuelo. He llorado mientras la escribía y corregía. He pensado mucho en si debo publicarla o no, porque una carta suele ser muy personal, al escribir uno siempre abre el corazón y muestra algo de su vida lo cual puede ser peligroso. Pero también quería contar algo de tu vida que la familia pudiera leer, sobre todo mis hijos, que sepan que su "abuelo Dosho" fue una gran persona. Estés donde estés te recordaré y recordaremos siempre. ¡Descansa en paz querido papá!

Con todo mi cariño.

Tu hijo

Claudio

Ciudad de México, 30 de abril de 2020.


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