Con el cuerpo rígido, mirando a todos lados, con miedo
caminaba por el centro de San Salvador. Ventas ambulantes en las veredas,
busetas que van y vienen, motores que rugen y pitos que suena. El joven taxista
que me llevó me dirige y hace de guía. Me explica cosas de la ciudad, que de
otra forma ni me enteraría, en mis adentros pienso lo importante que es ser
parte de la cultura.
Pasamos junto a una especie de mercado y en voz baja -como
para que nadie escuche- me dice: "mire a la derecha". Más adelante me cuenta
que es un mercado de cosas robadas. Que tiempo atrás llegaba la policía y pedía
dinero a los vendedores, eran detenidos si se negaban; pero que ahora, la
policía ronda el lugar y cuida a los vendedores porque de allí salen sus
ganancias. Me comenta también los enfrentamientos que existen entre la policía
y Las Maras, me dice que eso de los derechos humanos en El Salvador no se
cumple mucho.
Llegamos a una plaza en remodelación, que tiene cubierto su
perímetro con planchas de zinc azul, la rodeamos y me vuelve a contar en voz
baja que es el lugar de las prostitutas, que no sabe si luego de la
remodelación van a seguir allí. En uno de los lados de la plaza está la iglesia
El Rosario, el joven comenta que es chistoso porque allí, a los alrededores de
la iglesia, caminan las prostitutas y los que las frecuentan. Ingresamos a la
iglesia y me llama la atención lo bonita que es, su estructura es como un
semicírculo con muchos vitrales de colores por donde la luz del sol ingresa.
Seguimos el recorrido. Ahora visitamos un mercado de
artesanías. Compro unas zapatillas tradicionales para mi hija, se ven bonitas. En
el mercado, en vez de la típica música de pueblo, se escucha por un
altoparlante la voz de monseñor Romero, es alguna de sus múltiples homilías
grabadas; es un personaje importante y querido por este pueblo. Mi miedo no se
ha ido. Sigo tenso. Estoy pendiente de mi billetera y celular. Incluso llego a
pensar que el joven taxista podría ser un “mara”, pues en este país existen
muchas pandillas. Lo miro analíticamente y lo veo seguro, al menos no parece
alguien que me pueda robar.
Caminamos por otra calle, y las ventas a cada lado siguen.
Veo una fila de puestos, muchas bananas y licuadoras, la gente toma allí sus
batidos. No hay mucho orden ni mucho aseo. El chico vuelve a comentarme que por allí hay
varias cantinas, donde la gente cuando cobra acude para emborracharse. Me apetece
conocer el lugar, pero mi precaución es más fuerte.
Seguimos el recorrido y llegamos finalmente a la catedral de
la ciudad donde están los restos de monseñor Oscar Arnulfo Romero, motivo de mi
visita relámpago a la capital. Entramos por una puerta lateral, hay gente
sentada, parece que en breve habrá una celebración, pero no es gente de pueblo,
por sus rostros y trajes son de otra clase social; es difícil que la gente
sencilla pague toda una cobertura con cámaras. Veo a personas bien vestidas
y algunos con un audífono en el oído, como esos agentes de seguridad que uno ve
en las películas.
Al frente, a lado izquierdo de la catedral está la foto de
monseñor. El chico me guía y me muestra un altar que no empata con las fotos de
la tumba que yo había visto. Inmediatamente le digo que esa no es, él se queda
perplejo y llama por celular a un amigo para consultar. Posteriormente
entramos por otro lugar y bajamos a un subsuelo debajo de la catedral, y allí sí
está la tumba detrás de un altar.
Es una tumba única. Me parece bonita. A sus lados están
cuatro reclinatorios, dos a cada lado. Los reclinatorios son unos muebles en
los que uno puede arrodillarse para orar. Algo me invita a ponerme de rodillas,
no obstante, una parte mas racional de mí, me dice que no pierda la cordura,
me recuerda que actualmente he tomado cierta distancia del catolicismo. Me arrodillo y cierro los ojos, siento algo raro en la barriga. Una
especie de fuerza despierta en las entrañas y sube hacia mi garganta, me vienen
ganas de llorar. Mi cabeza está asustada y observa, sólo intento
sentir, respiro y en silencio sólo siento. Poco a poco me voy calmando. Pienso
en monseñor Romero, en su vida, en su muerte. Y extrañamente me viene a la
mente los dólares que debo pagar al taxista; me da un poco de vergüenza,
pienso que posiblemente más que ir a la tumba de monseñor, debí donar esa plata
a los pobres. Y así como me arrodillé, ahora estoy parado y contemplando la
tumba. Vuelvo a la normalidad. Intento mantener la calma. Algo extraño pasó. ¿Qué fue?, no lo sé, ¡realmente no lo sé!. Los psicólogos, acostumbrados a reducir
todo, dirán que una descarga emocional; posiblemente un religioso dirá que fue
un encuentro con “alguien”.
Continúo escudriñando el lugar. Ahora miro la información que
está a los lados donde se exhibe en fotos la vida de monseñor. Y así como llegamos, volvemos a salir.
Ahora recorremos la plaza frente a la catedral que está
arreglada y bonita. Me comenta mi guía que hace poco la regeneraron. Pienso que
esa es la plaza, que cuando se celebraba la misa para el entierro de monseñor,
llena de gente sencilla y delegados internacionales, se ordenó disparar y todo se
convirtió en un desastre.
Me viene a la mente que monseñor Romero fue puesto por sectores
conservadores como arzobispo del San Salvador, era de su línea, apegado a la
tradición. No obstante, se les viró, se puso
al lado del pueblo oprimido, era su voz y defensor. Empezó, desde el evangelio,
a denunciar las atrocidades que se cometían en El Salvador. Fue la piedra en el
zapato de los poderosos, que finalmente lo callaron, matándolo. Pienso también
en lo largo y lento que fue el proceso de canonización, no era querido en la
curia romana; su proceso fue detenido durante mucho tiempo por los sectores conservadores dentro de la iglesia. Con la
llegada del papa Francisco el trámite se agilitó y es beato desde el 2015 y santo desde 2018. Mucha gente desde su asesinato lo llamaba santo, Pedro Casaldáliga lo llamaba, “San Romero de América”.
Me quedé con las ganas de conocer el museo de
la Universidad Centroamericana “Simeón Ocañas”, donde murieron los cinco
jesuitas, entre ellos el filósofo y rector de la universidad, Ignacio Ellacuría,
y el psicólogo, Martín Baró, un psicólogo que descubrí tarde y del que nadie me
habló en mi formación; formación que ahora sé, se priorizaba la historia de
psicólogos europeos y norteamericanos, de los nuestros, de los latinoamericanos,
poco se sabe.
El taxista me lleva de regreso al aeropuerto. En el trayecto paramos
a comer unas tortillas típicas de la
zona, su nombre son las “pupusas”, unas tortillas de arroz o maíz. Cada país
tiene sus particularidades, y la gastronomía no es la excepción.
Así finaliza mi breve visita a San Salvador, que surgió
gracias al cambio arbitrario que una aerolínea hizo de mi regreso de México, me mandaron varias horas a San Salvador. Gracias al cambio, sin esperarlo, conocí la tumba de
monseñor Romero, un ser humano dentro del catolicismo que admiro por su vida.