domingo, 1 de noviembre de 2020

Breve visita a monseñor Oscar Romero

 

Con el cuerpo rígido, mirando a todos lados, con miedo caminaba por el centro de San Salvador. Ventas ambulantes en las veredas, busetas que van y vienen, motores que rugen y pitos que suena. El joven taxista que me llevó me dirige y hace de guía. Me explica cosas de la ciudad, que de otra forma ni me enteraría, en mis adentros pienso lo importante que es ser parte de la cultura.

Pasamos junto a una especie de mercado y en voz baja -como para que nadie escuche- me dice: "mire a la derecha". Más adelante me cuenta que es un mercado de cosas robadas. Que tiempo atrás llegaba la policía y pedía dinero a los vendedores, eran detenidos si se negaban; pero que ahora, la policía ronda el lugar y cuida a los vendedores porque de allí salen sus ganancias. Me comenta también los enfrentamientos que existen entre la policía y Las Maras, me dice que eso de los derechos humanos en El Salvador no se cumple mucho. 

Llegamos a una plaza en remodelación, que tiene cubierto su perímetro con planchas de zinc azul, la rodeamos y me vuelve a contar en voz baja que es el lugar de las prostitutas, que no sabe si luego de la remodelación van a seguir allí. En uno de los lados de la plaza está la iglesia El Rosario, el joven comenta que es chistoso porque allí, a los alrededores de la iglesia, caminan las prostitutas y los que las frecuentan. Ingresamos a la iglesia y me llama la atención lo bonita que es, su estructura es como un semicírculo con muchos vitrales de colores por donde la luz del sol ingresa.  

Seguimos el recorrido. Ahora visitamos un mercado de artesanías. Compro unas zapatillas tradicionales para mi hija, se ven bonitas. En el mercado, en vez de la típica música de pueblo, se escucha por un altoparlante la voz de monseñor Romero, es alguna de sus múltiples homilías grabadas; es un personaje importante y querido por este pueblo. Mi miedo no se ha ido. Sigo tenso. Estoy pendiente de mi billetera y celular. Incluso llego a pensar que el joven taxista podría ser un “mara”, pues en este país existen muchas pandillas. Lo miro analíticamente y lo veo seguro, al menos no parece alguien que me pueda robar.

Caminamos por otra calle, y las ventas a cada lado siguen. Veo una fila de puestos, muchas bananas y licuadoras, la gente toma allí sus batidos. No hay mucho orden ni mucho aseo. El chico vuelve a comentarme que por allí hay varias cantinas, donde la gente cuando cobra acude para emborracharse. Me apetece conocer el lugar, pero mi precaución es más fuerte.

Seguimos el recorrido y llegamos finalmente a la catedral de la ciudad donde están los restos de monseñor Oscar Arnulfo Romero, motivo de mi visita relámpago a la capital. Entramos por una puerta lateral, hay gente sentada, parece que en breve habrá una celebración, pero no es gente de pueblo, por sus rostros y trajes son de otra clase social; es difícil que la gente sencilla pague toda una cobertura con cámaras. Veo a personas bien vestidas y algunos con un audífono en el oído, como esos agentes de seguridad que uno ve en las películas. 

Al frente, a lado izquierdo de la catedral está la foto de monseñor. El chico me guía y me muestra un altar que no empata con las fotos de la tumba que yo había visto. Inmediatamente le digo que esa no es, él se queda perplejo y llama por celular a un amigo para consultar. Posteriormente entramos por otro lugar y bajamos a un subsuelo debajo de la catedral, y allí sí está la tumba detrás de un altar. 
 
Es una tumba única. Me parece bonita. A sus lados están cuatro reclinatorios, dos a cada lado. Los reclinatorios son unos muebles en los que uno puede arrodillarse para orar. Algo me invita a ponerme de rodillas, no obstante, una parte mas racional de mí, me dice que no pierda la cordura, me recuerda que actualmente he tomado cierta distancia del catolicismo. Me arrodillo y cierro los ojos, siento algo raro en la barriga. Una especie de fuerza despierta en las entrañas y sube hacia mi garganta, me vienen ganas de llorar. Mi cabeza está asustada y observa, sólo intento sentir, respiro y en silencio sólo siento. Poco a poco me voy calmando. Pienso en monseñor Romero, en su vida, en su muerte. Y extrañamente me viene a la mente los dólares que debo pagar al taxista; me da un poco de vergüenza, pienso que posiblemente más que ir a la tumba de monseñor, debí donar esa plata a los pobres. Y así como me arrodillé, ahora estoy parado y contemplando la tumba. Vuelvo a la normalidad. Intento mantener la calma. Algo extraño pasó. ¿Qué fue?, no lo sé, ¡realmente no lo sé!. Los psicólogos, acostumbrados a reducir todo, dirán que una descarga emocional; posiblemente un religioso dirá que fue un encuentro con “alguien”. 

Continúo escudriñando el lugar. Ahora miro la información que está a los lados donde se exhibe en fotos la vida de monseñor. Y así como llegamos, volvemos a salir.

Ahora recorremos la plaza frente a la catedral que está arreglada y bonita. Me comenta mi guía que hace poco la regeneraron. Pienso que esa es la plaza, que cuando se celebraba la misa para el entierro de monseñor, llena de gente sencilla y delegados internacionales, se ordenó disparar y todo se convirtió en un desastre.

Me viene a la mente que monseñor Romero fue puesto por sectores conservadores como arzobispo del San Salvador, era de su línea, apegado a la tradición. No obstante, se les viró, se puso al lado del pueblo oprimido, era su voz y defensor. Empezó, desde el evangelio, a denunciar las atrocidades que se cometían en El Salvador. Fue la piedra en el zapato de los poderosos, que finalmente lo callaron, matándolo. Pienso también en lo largo y lento que fue el proceso de canonización, no era querido en la curia romana; su proceso fue detenido durante mucho tiempo por los sectores conservadores dentro de la iglesia. Con la llegada del papa Francisco el trámite se agilitó y es beato desde el 2015 y santo desde 2018. Mucha gente desde su asesinato lo llamaba santo, Pedro Casaldáliga lo llamaba, “San Romero de América”.

Me quedé con las ganas de conocer el museo de la Universidad Centroamericana “Simeón Ocañas”, donde murieron los cinco jesuitas, entre ellos el filósofo y rector de la universidad, Ignacio Ellacuría, y el psicólogo, Martín Baró, un psicólogo que descubrí tarde y del que nadie me habló en mi formación; formación que ahora sé, se priorizaba la historia de psicólogos europeos y norteamericanos, de los nuestros, de los latinoamericanos, poco se sabe. 

El taxista me lleva de regreso al aeropuerto. En el trayecto paramos a comer unas  tortillas típicas de la zona, su nombre son las “pupusas”, unas tortillas de arroz o maíz. Cada país tiene sus particularidades, y la gastronomía no es la excepción.

Así finaliza mi breve visita a San Salvador, que surgió gracias al cambio arbitrario que una aerolínea hizo de mi regreso de México, me mandaron varias horas a San Salvador. Gracias al cambio, sin esperarlo, conocí la tumba de monseñor Romero, un ser humano dentro del catolicismo que admiro por su vida.

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